Antes de que las almenas de Torres Blancas le dieran al barrio vocación de Manhattan ya se reunían los modernos en esta zona primero en el Nica's, de Nicholas Ray, y luego en Picadilly y Rock-Ola.Encima de estos locales nocturnos, en la calle del Padre Xifré coincidieron en los años sesenta los directores del nuevo cine español y sus prometedoras actrices en estos apartamentos se fraguaron grandiosos guiones y apasionantes romances, confabulaciones, manifiestos y líos de drogas. Éste era entonces un terreno marginal. Zona de nadie, descampado y límite junto a la pista de Barajas parecía como si, deseosos de huir de la ciudad algunos de sus hijos más inquietos, se apelotonaran en la vía del aeropuerto para darse fuerzas ante la recta final. La avenida de América era la primera etapa en un viaje que prometía el éxito y la fama a los audaces.
En las sombras de Nica's se formaron los primeros grupos de rock madrileños, y hay quien afirma que vio cantar y bailar estos ritmos foráneos al mismísimo Camilo Sesto con flequillo y botines. Años después, en Picadilly, un grupo de jóvenes actores ofreció su peculiar versión de Hair antes de que llegara descafeinado a los escenarios madrileños. Por entonces, Rosa León y Jorge Krahe entonaban en esta cava canciones como El obseso sexual o El vicio en el hospicio, las primeras letras de Javier Krahe desde su exilio canadiense, canciones que venían a romper la pertinaz sequía erótica de los cantautores con barba.
En los nuevos edificios de Clara del Rey se apilaban gentes de paso, inmigrantes dispuestos a triunfar en la urbe y estudiantes americanas de costumbres liberales y amplios volúmenes; se inauguraban sospechosas pizzerias y pubs que cambiaban de nombre y de dueño de la noche a la mañana. Era un barrio cosmopolita a mitad de camino entre el lumpen y la modernidad; un barrio sin nombre, de arquitectura impersonal, fragmentado en cientos de cubículos que contenían malamente una cocina empotrada, un baño de reducidas dimensiones y un dormitorio-salón-living con la moqueta agujereada por decenas de colillas.
Los rockers y los mods, los punks y los vaqueros de asfalto aún no habían hecho la primera comunión. El Picadilly fue incendiado en la madrugada por un turbio asunto de mafias rivales y se convirtió en el Top-Less, a mayor gloria de los esperpénticos Tip y Coll. Al lado vivió una existencia fugaz un music-hall lanzado a bombo y platillo, y luego se abrieron las oscuras fauces de Rock-Ola, santuario de las nuevas hornadas irritantes, templo de la movida, lugar donde toda incomodidad tiene su asiento y caldera en la que han hervido los fermentos más renovadores de la modernidad madrileña.
En este reducido escenario actuaron en condiciones heroicas los grupos y solistas punteros de la vanguardia británica y norteamericana, la espectral Siouxsie y sus aves nocturnas: Iggy Pop, el increíble hombre iguana y los afelpados Psychodelic Furs. Aquí recibieron su bautismo de fuego las jóvenes promesas del pop español.
La peculiar lobreguez del ambiente se vio subrayada hace un par de años por la proliferación de grupos de nombre crepuscular y ominoso: Parálisis Permanente, Gabinete Caligari, Alphaville, Siniestro Total, Seres Vacíos. Fue su momento de gloria. Los lavabos estaban atestados de jeringuillas y, el sudor se condensaba en espesas nubes entre las que circulaban tropezando unos con otros varios centenares de zombies que se escupían como señal de reconocimiento y bebían cerveza caliente. El peligro en estos sótanos de Rock-Ola estaba más en la lipotimia que en la sobredosis.
Clausurado este pozo negro de la noche ciudadana por incumplir coherentemente y de manera reiterada diversas normas de seguridad, con el último baldón de una muerte estúpida ante sus puertas, el silencio ha caído nuevamente sobre esta escenografía que Madrid ha importado del Soho londinense o del Bronx neoyorquino, de Liverpool y de Vigo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del lunes, 29 de julio de 1985.

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